jueves, 18 de julio de 2013

Un ingeniero entre artistas

Se acerca de nuevo el mes de agosto, el calor ya va haciendo su presencia y, como en años anteriores, ya se comienzan a trabajar las ideas. El germen de una creación va tomando forma en los papeles de dibujo, el olor a la cera ya va llenando algunas cocinas y talleres, pequeños modelos van viendo la luz.

El año pasado por estas fechas andaba atareado con mi proyecto final de ingeniería de edificación. Los años de carrera me habían permitido entrar en contacto con estudiantes de bellas artes y ellos me habían acercado un poco más a ese mundo que tanto me había llamado la atención pero que, por falta de motivación y genio, no me había atrevido a explorar. Gracias a ellos conocí la existencia de un curso de fundición en un pueblo de Córdoba. Tras dos años visitando a mis amigos la última semana del curso para ver sus creaciones, me decidí a apuntarme.

Haciendo caso omiso de consejos y arrastrado por mis ganas de probarme, en los ratos de descanso de la redacción del proyecto final, fui haciendo mi primer boceto de plastilina, un cuerpo humano. Algunas veces estaba toda la tarde mirando fotos y dibujos anatómicos de los que fijarme e ir dando forma a la masa plástica. Esos días me ayudaban a evadirme y al retomar el trabajo me daba cuenta de errores o hallaba la solución de problemas.

El mes de julio se paso entre el modelado de la figura que mi imaginación había engendrado, las investigaciones energéticas, los cálculos estructurales y la redacción de las memorias técnicas. Cuando me quise dar cuenta, ya iba de camino cruzando el paso de Despeñaperros para enfrentarme por primera vez al espíritu de Priego.

Un total de veinte personas, más los tres profesores y el maestro, formábamos el grupo de la XXII edición del curso, un grupo formado por personas venidas de todas partes, de España e incluso del extranjero, y con un amplio abanico de edades. Un claro ejemplo de que aprender, al igual que otros aspectos de la vida, no están condicionados por los años vividos.

No se trata de un curso típico de clases magistrales y ejercicios prácticos, no existe una jerarquía rígida de profesores y alumnos, todos aprenden de todos, todos se ayudan mutuamente, se crea un grupo de trabajo en el que se comparte el proceso creativo, aprendiendo de las técnicas que otros realizan, observando, preguntando y hablando. Un aprendizaje totalmente dinámico.

De la mano del maestro Venancio Blanco, se descubre más pausadamente el desarrollo de la creación plástica, para un ingeniero es como descubrir la estructura del arte.

Todas las mañanas, tras la puerta de madera del museo, se produce el enfrentamiento con la inspiración, el campo de batalla es el papel blanco, rojo, gris, negro… o tela, una carta antigua, un cartón, cualquier soporte en el que quieras experimentar; las armas… aquellas con las que cada uno se sienta más a gusto: carboncillo, acuarela, lápiz, pasteles, lejía, tinta… Nadie porta armadura, solo la destreza que posea de batallas previas, todos estamos “desnudos” ante el contrincante, la modelo y su pose.
Comienza entonces el baile, la búsqueda del punto débil, de la perspectiva que más atraiga a cada uno y con la que más a gusto se sienta al dejar a la mano moverse en libertad, ya ella sabrá dar la estocada que rinda a la idea.

Para un ingeniero, primerizo en el dibujo del natural de modelos humanos, es un gran esfuerzo salir de la zona de confort que suponen las líneas rectas de los edificios y los planos y adentrarse en el reto que las luces y sombras de las curvas del cuerpo prodigan sobre la figura. El temor de no saber cómo atrapar en el papel el esfuerzo que la modelo realiza y la pose que te ha cautivado me suponía una frustración que me paralizaba y hacía que cada intento fuese peor al previo. Un consejo, olvídate de mirar y observa. Diviértete con lo que haces y disfruta descubriendo tu otro lado del cerebro.

Tras la reunión con la musa, un descanso para almorzar y reponer fuerzas antes de ir al taller. El camino de bajada casi se asemeja al descenso a los infiernos, el calor de agosto en Córdoba no perdona y el destino del camino acerca bastante al fuego.

En el taller de fundición, cual fragua de Hefesto, el fuego está presente a lo largo de los procesos de creación. No es solo este elemento el que interviene, en todo momento se debe mantener el equilibrio y por ello el agua controla el ímpetu del fuego, la tierra los contiene a ambos mientras que el aire alienta hacia adelante el proceso en conjunto.

El modelado en cera se realiza siempre con el fuego a un lado y al otro un recipiente con agua con el que conservar la forma deseada y detener el efecto del calor. En la creación de los moldes, el aire extrae el agua contenida en la cascara cerámica, de nuevo el fuego interviene endureciendo la tierra en la mufla para preparar el vientre cerámico. El metal se rinde ante las exigencias del fuego para fluir como el agua al interior de las cuevas cerámicas, en las cuales el aire se encargará de devolver su fuerza al metal consolidando la forma del nuevo ser.

Los días se pasan veloces, el cansancio se lleva bien gracias a los grandes momentos que se comparten, las bromas entre compañeros y las conversaciones en las terrazas disfrutando del frescor de la noche. Los tres profesores, Marta, Luis y José Antonio, te orientan si andas perdido y te corrigen si ven fallos repetidos, te empujan en la dirección en la que más cómodo te sientas, haciendo que la evolución sea gracias al esfuerzo propio de cada uno y la práctica constante.

La visita del maestro es la parte más esperada del curso, a veces solo son unos días, otras, para fortuna de todos, son semanas, escuchar sus anécdotas y la visión del arte que él tiene y transmite en su obra es un germen que nos motiva a adentrarnos en el misterio de la fundición, en disfrutar del dibujo como base de cualquier idea y dejarnos llevar por la música, escuchando las imágenes y los sentimientos que se encierran en las notas.

Todo se traduce al final de las tres semanas en colecciones de dibujos y en figuras de bronce, en ideas y visiones de la naturaleza que se encierra en el crisol y los moldes, en la filosofía detrás del esfuerzo y las horas invertidas.

El fuego pronto volverá a arder y el crisol recuperará su mágica candencia.

Javier Sánchez Villalba